Discurso del Excmo. Sr. D. Jaime Campmany y Diez de Revenga, Académico de Honor Fundador

Excmo. Sr. Presidente de la Comunidad Autónoma
Excmo. Sr. Director de la Academia
Excmas., Ilmas. y Dignísimas Autoridades Civiles, Académicas, Universitarias
Excmos. Sres. Académicos
Sras. y Sres., amigos y paisanos

 

Dice D. Pedro Calderón de la Barca, cuyo 4º Centenario conmemoramos este año, que el honor es patrimonio del alma, y al querer recibirme y sentarme entre vosotros, señores académicos, en esta recién nacida Academia  de Bellas Artes por causa de honor, me habéis enriquecido no sólo el nombre sino también el alma.

Honor con honor se paga, pero yo sólo puedo pagaros el que me dais en este acto procurando conservarlo limpio y entero, pues ya avisa Salustio en sus Sátiras, que el honor consiste en que todos te consideren hombre de bien, y que los seas, porque si no lo eres la mentira se apaga pronto.

A mí me corresponde esta noche decir aquí, solamente una palabra, una palabra y además repetida, gracias y gracias. Gracias a vosotros señores académicos por acordaros de mi modesto nombre de periodista de tajo y trabajo a la hora de elegir némine discrepante a quien sin duda es el último entre los seis miembros de honor que recibe hoy en el día de su fundación la Academia de Bellas Artes de Santa María de la Arrixaca.

Gracias a su director que lleva la sangre y el apellido de una persona a la que me acostumbré desde pequeño a respetar y admirar y que pobló, durante muchos años el aire de Murcia, de músicas acordadas. Gracias Antonio Salas, querido y viejo amigo.

Si algún mérito pudiera yo tener para estar aquí esta noche en esta fiesta de bautizo de una Academia de Bellas Artes y de Murcia, es sólo el de haber vivido toda mi vida en la devoción y dedicación a las letras, en la admiración por las Bellas Artes y en mi pasión constante por Murcia, cuyos gozos son mis gozos y sus tribulaciones las lloro como mías.

Y una segunda palabra de gratitud para mis compañeros en esta honrosa dignidad académica por haberme designado para que en nombre de todos pronuncie aquí una de las palabras más hermosas del idioma que puedan hablar los hombres en cualquier latitud, la palabra gracias que proclama en quien la pronuncia su calidad de bien nacido.

No sé qué amigable generosidad, o qué piadosa ofuscación les habrá movido a concederme este honor sobre honor, o sea que es un honor que llueve sobre mojado, y nunca más oportuna la metáfora (ese día diluvió en todo el levante español). Seguramente habrán pensado, que siendo yo quien menos merece la distinción, soy por ello quien tiene más y mayores motivos para agradecerla y quien tiene el deber de estrujarse el magín para encontrar las palabras de la gratitud más emocionada.

Habría sido una gloria para nosotros los murcianos y los académicos de esta recién nacida Academia tener hoy aquí a Ramón Gaya en sus noventa años fecundísimos, tanto con el pincel como con la pluma, y que ha rendido un viaje privilegiado en sucesión interrumpida de éxitos y en envidiable excelencia de amistades durante el siglo XX casi entero y no hay exageración en mis palabras, porque a los diez años ya estaba él exponiendo pinturas y conociendo a Juan Bonafé, que aunque nacido en Lima es hijo de murciano y largo veraneante en La Alberca.

Ramón Gaya, que no está aquí entre nosotros por un pequeño accidente doméstico, es el último superviviente, quiera Dios que por muchos más años, de una asombrosa generación de pintores y escultores, de artistas de Murcia. Siempre ha dado Murcia buenos y grandes pintores, pero esta generación es especialmente admirable. Es la generación de Ramón Gaya, de Pedro Flores, de Luis Garay, de Joaquín, siempre le hemos llamado Joaquín a secas (yo ni siquiera recuerdo exactamente el apellido, García quizá), de Almela Costa, de los escultores José Planes y Juan González Moreno, y de otros que también me vienen al recuerdo como Victorio Nicolás, que se empeñaba en meter la huerta de Murcia entera en sus lienzos, y los escultores Antonio Garrigós al que conocíamos cariñosamente como el Miceno y Clemente Cantos. A varios de ellos, Planes, Garay y Joaquín, les debo el regalo de su amistad magistral y generosa.

Fue aquella una generación partida y dispersa por la guerra civil. Planes abandona la dirección de la Escuela de Artes y Oficios y marcha a Madrid; Luis Garay, González Moreno y Almela Costa, quedan en Murcia trabajando en sus respectivos talleres; Joaquín regresa a Murcia desde lo que él llamaba la Universidad de Ocaña, que naturalmente era el famoso y severísimo penal, víctima de una guerra terrible y de una posguerra cruel; Pedro Flores pinta en Paris y regresa a Murcia después de muchos años y Ramón Gaya pasa de Murcia a Valencia en plena guerra civil, conoce luego los rigores de un campo de concentración francés, marcha exiliado a América y vive en Méjico, en Paris, en Roma, en Venecia, otra vez en Valencia, y otra vez en Roma, Madrid y Murcia. Ramón Gaya ha sembrado su cultura en las ciudades más bellas de los dos continentes, ha conocido y tratado a muchos de los personajes más relevantes y curiosos del siglo y ha andado dando tumbos gloriosos por las salas de exposiciones y por las editoriales de medio mundo. Estar junto a Gaya en alguna parte y más en una Academia habría sido un privilegio para mí del cual podría haberme envanecido, y del que desde ahora me envanezco. Enhorabuena le doy desde aquí a la Academia por el honor que le hace a Ramón Gaya, y gracias a Ramón Gaya por el honor que él devuelve a sus miembros.

Esta generación de Gaya, de Flores, de Joaquín, de Garay dejó un reguero de epígonos y de discípulos. Entre ellos quiero citar expresamente a tres que ya no viven y que fueron de mi predilección en su obra y en su amistad: me refiero a Eloy Moreno, dueño de una pintura delicada, finísima, casi mínima y dulce como el santo de Asís; a Mariano Ballester, pintor en constante búsqueda de fórmulas y estilos, de explosiones de luz y de colores casi sonoros; y a Hernández Carpe, el mejor muralista de su tiempo y pintor personalísimo que llenó mis vecindades, es decir las habitaciones de mi casa, de frutas y verduras, de gallos y de paisajes de melodía italiana.

Otros dos están aquí con nosotros, los más grandes de los que viven, Sofía Morales, paisana mía, amiga mía y casi prima mía, viene directamente de las enseñanzas de Joaquín, magnífico maestro, aunque inclemente y perverso crítico. Pero si el maestro hacía una pintura irrequieta, inquietante, y a veces, perturbadora (recuerdo de él aquel retrato maligno y precioso del ilustre abogado murciano José Martínez Abarca, que dejó Murcia regada de su apellido) la discípula prestigia el lienzo con una pincelada sosegada de suave lirismo, de indecible ternura, ¡oh esos niños que pinta Sofía!, una pintura que no grita ni clama, pero que es profunda y sabia y alcanza en algunos argumentos una gran belleza. De esa pintura dijo el grande poeta José Hierro que es un arte hecho de mesura, de sosiego y de equilibrio. Sofía Morales ha paseado también su pintura por varios países de Europa y América y tiene el mérito de la pionera, por que hasta que ella llega al éxito ancho y al triunfo largo creo que no se conocía otro caso en Murcia de una pintora que alcanzara esa celebridad. Naturalmente con Sofía Morales nos hallamos todos en buena compañía.

Al hablar de José Antonio Molina Sánchez resulta obligatorio destacar su afición, su obsesión por pintar a sus congéneres los ángeles. Molina es un ángel que pinta ángeles. En é, pintar jerarquías angélicas es algo así como la divina manía de pintar a sus hermanos. De Molina, Molinica para los que le queremos, se puede decir lo mismo que de don Antonio Machado, que es, en el mejor sentido de la palabra, bueno. Si Eugenio D´Ors construyó toda una angelología de papel, Molina ha creado una angelología de lienzo, ha llenado de ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y dominaciones, el cielo de Murcia, de Portugal, de Europa y los ha llevado hasta América y hasta la ciudad de vieja cultura fundada por Alejandro Magno. Murcia que ya tiene el ejemplo inimitable del ángel de Salzillo, cuenta con la muchedumbre de coros angélicos que le regala Molina. Los ángeles de Molina poseen una leve pero suficiente iniciación de sexo y el pintor permite que algunos de sus ángeles sean casi varones, y otros sean casi féminas, los extrae de la pureza de la indefinición. Yo tengo en casa un ángel con zaragüelles y estante de procesión al que llamo “El ángel huertano”, ángel de Murcia, y un “Ángel que escribe” al que puse encima de mi cama para que vele mi sueño y me inspire por la noche, y que todavía no sé bien si nació niño o si nació niña. Cuando escribo y el quiere leerme, que no es siempre, es el ángel de mi guarda.

Gonzalo Sobejano pertenece a esa raza de poetas profesores que puebla gran parte de la dorada generación poética del 27, y que después ha encontrado varios y notables herederos: poeta y profesor fue Dámaso Alonso, a quien tantos estudiantes de letras le debemos que nos desmigara los intríngulis culteranos de Góngora y que fue maestro y guía de nuestro paisano; poeta y profesor fue mi querido Gerardo Diego, y lo fue Luis Cernuda, que enseñó el castellano en EEUU como Gonzalo, y lo fueron igualmente Pedro Salinas y Jorge Guillén, que ambos sembraron saberes en la Universidad de Murcia. También en EEUU se desarrolla la gran parte de la actividad docente de Gonzalo Sobejano, y explica la literatura española en las principales universidades norteamericanas. Como poeta ganó en Murcia el premio “Polo de Medina”, lamentablemente desaparecido; como estudioso desentraña la obra de varios grandes escritores, Quevedo, Lope, Cervantes, Mateo Alemán, Galdós, Valle Inclán y dedica especial atención a Leopoldo Alas “Clarín”, y de forma muy amplia a su obra más relevante “La Regenta”.

Yo no puedo referirme a Gonzalo Sobejano, ni a nadie que lleve ese apellido, sin hacer memoria, una memoria tan respetuosa como agradecida y admirada, de su padre Andrés Sobejano. Muchas generaciones de aprendices y estudiantes de Murcia debemos a D. Andrés Sobejano el conocimiento y el amor a las lenguas clásicas y a los saberes de la literatura antigua y moderna, romántica o contemporánea. Estoy seguro que a muchos de los que estamos aquí, don Andrés Sobejano nos ha conducido por el camino gratificante del amor a las humanidades. En el honor del hijo quiero rendir tributo al recuerdo del padre.

Carlos Egea, que tampoco está entre nosotros por una reciente desgracia familiar, reúne en su persona, en su nombre y en sus méritos, dos circunstancias que casi nunca encontraremos juntas, y que son como el agua y el aceite, que pocas veces se mezclan. Carlos Egea une a su gusto y devoción por el arte, algo generalmente ajeno e inalcanzable para el artista que es la disponibilidad de dinero. Por eso puede permitirse la liberalidad, no sólo de amar el arte sino de estimularlo y de favorecerlo. Para la creación artística y la conservación de nuestros tesoros, Carlos Egea, es benéfico, beneficioso, benefactor, beneficentísimo y por lo tanto benemérito, que quiere decir merecedor de premios y de honores.

Egea encarna aquí la figura tan egregia y tan necesaria del mecenas. Preside la Caja de Ahorros de Murcia, y siempre entre los fines altruistas de la Institución encuentra la manera de aportar algo para el amparo y el favor a las bellas artes. Además es el más joven de todos nosotros y es natural que con esas prendas las musas lo mimen y lo tengan en su predilección.

Hemos llegado al final del cumplimiento de mi deber. Perdón si me extendí demasiado en mi intervención, pero tengan ustedes en cuenta que poco, incluso muy poco he dicho, para todo cuanto se podía decir de los seis miembros de honor de esta Academia, a la que deseo larga vida y fecundo trabajo.

Murcia y los murcianos, los que aquí tienen la dicha de vivir y los murcianos del exilio laboral, estamos de enhorabuena. Démonos la voz todos hoy y yo os la doy también con un abrazo tan largo como es mi amor a esta ciudad y a esta tierra.

Muchas gracias.

 

Historia de la Academia
Historia de Santa María de la Arrixaca
Discurso del Excmo. Sr. D. Antonio Salas Ortiz, Académico de Número Fundador y Primer Director
Discurso del Excmo. Sr. D. Jaime Campmany y Diez de Revenga, Académico de Honor Fundador
Discurso del Ilmo. Sr. D. Francisco Marín Hernández, Académico de Número Fundador
Discurso del Excmo. Sr. D. Ramón Luis Valcárcel Siso, Presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia

 

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